Jump to content

cotonaranjo

Leecher
  • Posts

    1
  • Joined

  • Last visited

Everything posted by cotonaranjo

  1. Hola a todos. Este es mi primer posteo y en realidad no sé qué más agregar jajaja. Bueno, les dejo mi cuento. Agradeceré cualquier comentario. Saludos “No necesita saber como yo, puede vivir en el desorden sin que ninguna conciencia de orden la retenga.” Rayuela. I El bus avanzaba a través de la dilatada pampa argentina a paso firme. Sin embargo, por la ventana, Claudio, veía que el paisaje permanecía estático. Sentía que el bus se inmiscuía en una especie de sustancia atemporal y cristalina que frenaba el avance del bus. Sólo las plantas y, en menor medida, las casas que estaban cerca de la carretera le hacían entender que el bus iba a gran velocidad. Pensaba en ésta contradicción visual mientras se dejaba arrastrar por el cansancio hacia el sueño. Sentado junto a él estaba Manuel, quien dormitaba con su cabeza apoyada en la ventana. Claudio conoció a Manuel en la escuela y fueron compañeros durante los últimos cuatro años. Durante ese tiempo no fueron buenos amigos, ni siquiera amigos, sólo conocidos. Fue en la universidad cuando comenzaron a entablar una relación que podría llamarse amistad. A veces Claudio se preguntaba por qué no se habían hecho amigos antes y la respuesta la obtenía en seguida: eran personalidades diametralmente opuestas. Sin embargo, compartían el mismo humor, por lo que sólo necesitaron un par de horas –más una insignificante cantidad de cervezas– para terminar siendo buenos amigos. La universidad no sólo marcó el inicio de la amistad entre ellos, sino que también fue la primera vez que Claudio se enamoró. Paulina era una muchacha dueña de una belleza disimulada por su joven edad. Era la menor del curso y sus rasgos, principalmente redondos, obedecían a la lógica de los frutos que necesitan madurar para alcanzar la plenitud. Su belleza estaba en estaba en estado potencial, como una bomba de tiempo. Y fue eso lo que Claudio notó en Paulina. Vio su necesidad de madurar para cumplir con esa promesa invisible. Al mismo tiempo, la vislumbró creciendo más allá de esa necesidad, escapando de las limitaciones de la ingenuidad propia de la juventud para caer en otro tipo de necesidades que estaban fuera del alcance de su imaginación. Pero, tras todo esto, un grito solapado de auxilio que resonaba en los oídos de Claudio como el eco que produce un grito en un acantilado, y que crecía cada vez que la escuchaba hablar. Paulina era una muchacha inteligente, eso lo comprendió de inmediato con sólo cruzar un par de palabras con ella, pero era incapaz de reconocer que necesitaba ayuda. Y él lo intentó durante los cuatro años en que estuvieron juntos, pero fue incapaz de siquiera hacerle notar su necesidad. Como si ella quisiera que no la ayudaran, pensó. Entonces las cosas se desgastaron y ella dijo no más. −Estos asientos son una mierda –murmuró Manuel mientras se acomodaba, se dio media vuelta, apoyó su cabeza en el respaldo del asiento y se durmió al instante. Claudio miró por la ventana. Parecía un infierno allí afuera. Un infierno desolado y blanco. Insalvable, pensó. Llevaban cerca de cuatro horas de viaje y aún les quedaban siete más para llegar a Córdoba. Manuel seguía dormitando pero ya no tenía el costado de su cabeza apoyado en el respaldo del asiento. Había asumido lo que parecía una posición más cómoda apoyando su nuca en el respaldo de la silla y extendiendo sus brazos sobre sus piernas. Claudio no tenía sueño puesto que lo único en que podía pensar era en Paulina. Las imágenes y situaciones de esos cuatro años atravesaban su mente con un vigor enfermizo y descontrolado, dueñas de una vitalidad impropia a sus fuerzas. Eran muchísimas imágenes que transcurrían en una fracción de segundo. La vorágine abstraía a Claudio del resto, de manera similar como si se encontrara en una isla. O en un bus que viaja a velocidad infinita pero que no avanza, pensó. Esta hemorragia de pensamientos lo acometía con mayor frecuencia desde que terminó su relación con Paulina, aunque bien la afluencia de imágenes no sólo se limitaba a su relación con ella. Sus cavilaciones solían abarcar terrenos más superfluos, como su relación con sus demás compañeros e, incluso, sus estudios universitarios. Fueron bastantes tardes en las que Claudio sopesó la alternativa de dejar su carrera y comenzar otra; cualquiera, daba lo mismo. Entonces recordaba que sólo estaba a dos años de terminar sus estudios, dos años y luego podré hacer lo que en realidad me gusta, pensaba. Sólo así podía continuar. Pero, ¿para qué hacer todo esto, si en cualquier momento alguien vendría y diría “no más” y se acabaría todo?, pensaba. Entonces decidía no seguir pensando. II Manuel despertó a Claudio sacudiendo su hombro. Llegamos, dijo. Claudio pensó que estaba bromeando; en su mente tan sólo habían transcurrido un par de minutos. Abrió los ojos y vio que ya era de noche, revisó su reloj: habían transcurrido 6 horas. Por la ventana pudo distinguir algunos buses de distintos colores. Había familias, viajeros solitarios y parejas que se despedían o saludaban dependiendo de la ocasión. Manuel hizo notar a Claudio que ya casi todos los pasajeros estaban afuera del bus, esperando en una fila por sus maletas. Vamos, dijo Manuel mientras lo empujaba. Bajaron y se formaron en la fila. El terminal constaba de una pequeña loza de concreto en la que cabían 6 o 7 buses y, de forma paralela al andén, varios puestos de comida y agencias de viajes. Cuando estaban del final de la línea, Manuel escuchó a un muchacho decir que era la primera vez que se encontraba en Carlos Paz. Carlos Paz, pensó. Pidió permiso a la pareja que estaba enfrente y le preguntó al que estaba entregando los bolsos si esto era Córdoba. El joven dijo: no, che, que todavía falta. Claudio estaba ajeno a todo lo que estaba pasando, por lo que se sorprendió cuando Manuel le dijo que volvieran al bus. Te explico todo arriba, vamos, dijo Manuel. Sentados y mirando por la ventana Manuel le dijo que no estaban en Córdoba sino que en Carlos Paz. ¿Y cuánto falta para Córdoba?, preguntó Claudio. No sé, dijo Manuel. Se subieron un par de personas y el bus recobró cierta vitalidad con el bullicio de las conversaciones. Ahora si estamos perdidos, pensó Claudio. Al poco rato estaban en carretera y Manuel vio un cartel que decía “Córdoba 40 kilómetros”. Claudio respiró aliviado. La fachada del hostal, alta, blanca y sencilla, escondía, tras pasar por el largo pasillo de entrada (a Manuel le dio la sensación de que estaban entrando a una taberna clandestina), un amplio hall central iluminado con dos focos fluorescentes. Ocupaban la sala un gran mesón con un computador encima más una mesa más pequeña que también tenía un computador. Sin embargo la habitación parecía impersonal y vacía. El hombre que estaba sentado tras el mesón y miraba atentamente la pantalla del computador sólo notó la presencia de Claudio y Manuel cuando estuvieron frente a él. Claudio preguntó el precio por una noche, tenía pensado buscar un hostal más cerca del centro. El hombre, que se llamaba Allan, les dijo que el precio era de 60 pesos por cada uno. A Claudio y Manuel el precio les pareció bien y pagaron. Allan tomó los 120 pesos y los guardó con cuidado en el cajón que tenía el mesón. Luego les preguntó sus nombres y los ingresó a la computadora. Habitación once, les dijo, con un español que sólo podían tener los que por lengua madre manejaban el inglés. Subieron por una escalera en espiral hasta el segundo piso secundados por Allan. Dieron un pequeño paseo antes de llegar a la que sería su habitación. Pasaron por el balcón interior que miraba hacia el patio central; por los baños recubiertos de azulejos blancos, cuyo olor a cloro se podía sentir a la distancia y por las demás habitaciones que estaban vacías. Mientras avanzaban hacia la habitación once, Allan les narraban pequeñas anécdotas sobre su vida, como que nació en Boston y que a los veinte años juntó plata y se fue, junto a su hermano, Thomas, a recorrer América, y que al principio del viaje no tenía idea qué iba hacer, en qué trabajar (pese a que había estudiado biología marína y que pensaba que eso era algo firme, dijo con cierta ironía.) pero que cuando llegó a Argentina, sin un peso, se dijo que eso no importaba, que tenía que seguir moviéndose. Como el tiburón, quien si no lo hacía se moría, dijo. Y aquí estoy. Sonrió mientras señalaba con sus manos hacia ninguna dirección en particular, tratando de abarcar a todo el hostal con su gesto. Claudio y Manuel también sonrieron pese al cansancio de casi doce horas de viaje. La habitación once era una pieza de paredes blancas con manchas de humedad finas. Una puerta alta de madera frágil daba el paso a un balcón con vista a la calle Entre Ríos. Allan los invitó a elegir uno de los cuatro camarotes que había en la habitación. Dejaron sus mochilas en el que estaba más próximo a la puerta. Claudio se dirigió hacia el balcón. Antes que Allan se marchara, Manuel le dijo que necesitaba usar el computador que estaba en la entrada porque tenía que revisar su correo. Está bien, sígueme, dijo Allan, y salieron de la habitación sin que Claudio los oyera. Desde el balcón, Claudio vio la calle Entre Ríos prácticamente vacía. Eran pocos los peatones que caminaban hacia, pensó Claudio, el centro de la ciudad. Detuvo su atención en una pareja que se encontraba a la distancia y que por la oscuridad apenas podía distinguir sus facciones. Podían ser cualquiera bajo ese manto oscuro de anonimato. Cualquiera, incluso Paulina y él. Un escalofrío atravesó su espalda y desvió la mirada para perderlos de vista. Sin embargo, ya era demasiado tarde: el torrente de imágenes y recuerdos de esos cuatro años junto a ella comenzó su insalvable avance. La pareja dobló al llegar a la esquina de la calle y desapareció. Al mismo tiempo, unas gotas de agua cayeron en la baranda del balcón y Claudio las secó con la mano. Volvió a entrar a la habitación y cerró la puerta de madera. Se acostó en la cama superior del camarote y se quedó mirando el techo, estuvo así hasta que Manuel regresó. −Claudio, Claudio− dijo Manuel, tratando de saber dónde se hallaba. Claudio no respondió, seguía embobado mirando el techo. Manuel miró la cama superior del camarote y allí lo encontró. −Claudio, me respondieron el correo.Tengo la entrevista este viernes. Al ver que Claudio no reaccionaba, Manuel lo meció por el hombro. − ¡Claudio!− dijo Manuel asustado. Claudio giró su cabeza como un autómata y miró a Manuel. −¿Qué entrevista?− dijo Claudio. Su voz era frágil. −La entrevista de trabajo− dijo. −Ah, verdad… −dijo Claudio, luego agregó – ¡Qué bien! –y esbozó una sonrisa. −¿No es verdad? Al principio pensé que no me iban a llamar− se rio. −¿Este viernes? Eso es en tres días más− dijo Claudio. Manuel se puso serio y le respondió que sí, que intentó cambiar la fecha pero que no se encontraba en posición de negociar y que, además, no se atrevía. Lo lamento, agregó después. No hay problema, dijo Claudio, no te preocupes. A la mañana siguiente, Claudio se despertó por el bullicio que provenía de la puerta que daba hacia el balcón. Revisó la hora en su reloj: eran las once y media. Echó un vistazo a su alrededor. La habitación estaba completamente iluminada y le pareció más espaciosa. Las huellas de humedad en las paredes, que en la noche se podían identificar con claridad, habían desaparecido casi por completo y ahora apenas quedaba rastro de ellas. De un salto bajó del camarote y de inmediato notó que estaba solo. La cama de Manuel estaba completamente desarmada. Las sábanas enrolladas en la almohada, el colchón sobresaliendo del somier y, cubriendo la mitad inferior, su mochila. Claudio trató de recordar a qué hora se había quedado dormido. A eso de las tres, cuatro, pensó. Salimos a dar una vuelta, recordó. Subimos por Entre Ríos hasta Chacabuco, compramos algo para comer y volvimos al hostal. Había un pequeño grupo en el balcón que da hacia el patio central. Manuel se les unió, pero él no tenía ganas de hablar; es más, no tenía ganas de nada, pensó. Entonces, cuando Claudio le dijo que él mejor se iba a dormir, Manuel lo miró con una cara que no supo interpretar. ¿Todo bien, compañero? Sí, sí, todo bien, solo que estoy un poco cansado, respondió. Levantó su mano en un escueto saludo y se perdió en la oscuridad del pasillo. Sin embargo, al día siguiente, casi todos sabían su nombre pues Manuel se había tomado la atribución de presentarlo. No quería que se quedara fuera de todo el proceso, en parte porque se sentía culpable (por su entrevista tendrían que devolverse antes de lo planeado a Chile), y en parte porque entendía por lo que estaba pasando. Como si estuviera mirando una vieja película, reconocía en Claudio actitudes suyas pero que hasta ese momento le eran irreconocibles. La empatía no nace de vivir las mismas cosas sino que de entenderlas, y eso pasa después de un largo rato que para algunos nunca llega. Sin embargo, Manuel no encontraba las palabras para convencer a Claudio de que se quedara a compartir con los demás. Por eso dejó que se marchara. Claudio bajó las escaleras y encontró a Manuel hablando con Allan, quien le preguntaba dónde podría encontrar un lugar para comer. Al verlo, Allan, lo saludó efusivamente: ¡chileno! dijo e intentó abrazarlo. Esto, a Claudio lo sorprendió, por lo que reaccionó de forma brusca; el resultado fue un choque descoordinado de brazos. Manuel sonrió. Ya está mejor, pensó. Hicieron el mismo recorrido de la noche anterior: subieron por Entre Ríos hasta llegar a Chacabuco. En un quiosco de la esquina, Manuel compró cigarrillos y preguntó dónde quedaba la calle Vélez Sarfield. Tenemos que seguir caminando, le dijo a Claudio. El sol del mediodía los acompañó durante todo el camino, elevando la temperatura poco a poco. Se preguntaron cómo lo hacían esos pocos argentinos que, ataviados en trajes de oficina, pasaban raudos hablando por sus celulares y que no mostraban ni un rastro de sudor en su cara. Claudio hizo una broma al respecto y Manuel rio despacio. Caminaron cerca de doce cuadras, pasando por negocios, tiendas de ropa, puestos de panchos, uno que otro supermercado y hablando de cualquier cosa. Claudio no quería hablar sobre la noche anterior porque pensaba que Manuel estaba enojado con él. No sabía muy bien por qué, pero tenía una rara sensación al respecto. Era como si Manuel lo estuviera evitando, ya que respondía a todas sus preguntas con monosílabos. ¿Qué te pasa?, preguntó Claudio. Manuel no respondió y Claudio volvió a preguntar, esta vez un poco más fuerte. Manuel lo miró como saliendo de un trance, botó el humo del cigarro por boca y le dijo que estaba bien, solo un poco cansado porque la reunión de anoche duró hasta las 7 de la mañana. Entonces Claudio se calmó y dijo: ¿no estás enojado conmigo? Manuel lo miró y asintió un molesto. ¿Por qué?, preguntó. Roncaste toda la noche… y más fuerte, no sé cómo no te echaron del hostal. Y soltó una risa que flotó como humo. Claudio también rio. La calle por la que iban era cruzada por otras calles más pequeñas. Algunas venían torcidas y se enderezaban al momento de desembocar; otras, rectas como dagas, cortaban la calle a la mitad y seguían hasta perderse a lo lejos. Pasaron por la Manzana Jesuítica y llegaron a la calle Vélez exhaustos. Subieron en dirección norte. La calle Vélez albergaba una gran cantidad de tiendas de negocios y terminaba en una pequeña rotonda. Era una infinidad de calles las que terminaban o empezaban en la rotonda, como los tentáculos de un pulpo. A Claudio todo esto le pareció un completo caos pero pensó que desde un punto alto todo tendría sentido, y que incluso sería una hermosa postal. Tal vez era eso lo que le sucedió a Paulina, pensó. ¿Qué tal si ella no podía entender porque era incapaz de ver las cosas desde arriba? Este pensamiento lo paralizó con la fuerza de una revelación. Manuel notó de inmediato su cambio de humor. Estás mejor, dijo. Sí, estaba atascado en una tontera, respondió. Almorzaron en un restaurante que estaba cerca de la rotonda. III Manuel estaba fumando en el balcón de su habitación y observaba hacia la calle. Con sus ojos, repitió el recorrido que habían hecho con Claudio de regreso hasta el hostal. Empezó mirando hacia el horizonte, donde creía que estaba la calle Vélez. Dio una bocanada al cigarrillo y antes que botara el aire ya estaba de regreso. Trató de pensar en lo que le preguntarían en la entrevista. Había participado en muchas, y cada una resultó ser diferente. Sería imposible adivinar lo que le preguntarían en esta, pensó. Dio otra calada al cigarro y miró hacia el horizonte. Da lo mismo, pensó. Las preguntas no importan, dijo y botó el humo por la nariz. Tienes que ser como el tiburón, dijo despacio y apagó el cigarrillo. Volvió a entrar a la habitación y se percató de que había una mochila sobre el camarote que quedaba frente al suyo. Era una mochila grande de color negro. Probablemente habrá ropa para un mes allí, bromeo. Y bajó hacia el primer piso. Vio a Claudio frente al computador y a Allan que veía un partido de futbol en la sala de televisión. −¿De quién es de la mochila que está en la pieza, Allan? − preguntó Manuel. −De una muchacha nueva− respondió, sin prestarle mucha atención− Llegó cuando ustedes estaban en el centro. −¿Y cómo va el partido? Al escuchar esto, Claudio miró hacia donde estaban. Manuel escuchó el sonido del mouse. No fueron más de tres clicks. −Ganando 2 a 0− dijo Allan. −Excelente− le respondió. Cuando Manuel llegó junto al lado de Claudio solo pudo ver el fondo de escritorio en la pantalla. Volvieron a salir al centro. Llegaron más lejos de la calle Vélez, hasta la cañada. No hablaron mucho; se limitaron a comentar los edificios que veían y una que otra muchacha que pasaba junto ellos. Manuel contó un par de chistes que fueron recibidos por Claudio con una risa condescendiente y falsa. Luego de eso le preguntó, ¿qué te pasa Claudio, es que todavía sigues pensando en ella? Claudio se hizo el desentendido y sugirió que volvieran al hostal. Caminaron en silencio. Llegaron al hostal cuando ya no quedaba rastro de sol en el cielo y una luna enorme comenzó a asomarse por el horizonte. −¿Te vas mañana, Manuel? – preguntó Claudio. Estaban en la habitación, cada uno acostados en su cama. Al entrar notaron que el resto de los camarotes estaban ocupados. Manuel vio en seguida la enorme mochila negra. Estaba abierta. Distinguió una caja con cosméticos y una buena cantidad de libros. Sobre la cama, yacía una copia de Rayuela abierta con las hojas hacia abajo. Al verlo, Claudio, sonrió y dijo qué buen libro. −¿Manuel? –volvió a preguntar Claudio−¿Te vas mañana? −Sí− respondió Manuel. −Voy contigo. Desde afuera se escuchaba el murmullo de una pareja que conversaba. Hablaban tomándose su tiempo: largos silencios eran interrumpidos por acotaciones breves y una que otra risa cómplice. Claudio escuchó que Manuel se levantaba, y sin decir nada éste se sentó en la cama. −No creo que sea buena idea− dijo Manuel− No tienes motivo para regresar. −¿Cómo sabes que no tengo motivos? – interrumpió. −Por favor, planificamos este viaje sabiendo que ninguno de los dos tenía cosas que hacer. Lo de la entrevista fue algo inesperado y ya te pedí disculpas por eso. −¿Piensas que voy a pasar el resto de los días acá solo? No digas tonteras− respondió Claudio. −No tienes motivos para estar solo. Casi todos saben tu nombre, yo se los dije. Solo tienes que salir y decir hola, no es tan difícil. Habla con alguien. Hubo un silencio. Afuera la pareja se reía a carcajadas. −¿Ves? –dijo Manuel−Podrías estar afuera conociendo gente en vez de estar aquí, mirando el techo. Para eso te hubieras quedado en Chile. Manuel se levantó y quedó de espaldas hacia Claudio. Se encaminó hacia la puerta. −Es fácil para ti−dijo Claudio. Manuel se detuvo. −Voy afuera−dijo. Claudio quedó solo en la habitación. Afuera, Manuel, fue recibido con un afectuoso ¡Chileeeenooo! Pues sí, para Manuel todo era más sencillo; él podía ir y sentarse en medio de aquella pareja, decir algo y ser gracioso, pensó Claudio. Pero él no, porque siempre estaba pensando, reviviendo, creando resultados diferentes para el fin de esos cuatro años. Se estaba ahogando en un mar ficticio. Se hundía y todos podían verle, pero nadie se atrevía a arrojarle un salvavidas. Y él tampoco quería que le lanzaran uno. Mientras pensaba todo esto, una muchacha entró en la habitación. Prendió la luz y el brillo sacó a Claudio de sus cavilaciones. Hizo un gesto con su mano para cubrirse los ojos. Ante esta reacción, la muchacha le pidió disculpas. Su voz era suave y su acento no era argentino. No te preocupes, dijo Claudio. Cruzó la pieza con agilidad y se acostó en la cama, luego de correr la gran mochila negra que estaba encima. Tomó la copia de Rayuela y comenzó a hojearla. Claudio seguía pensando y mirando hacia el techo, fue el sonido de las páginas lo que lo distrajo: un crepitar cálido como el del fuego. Es un buen libro, dijo. Ella bajo el libro y respondió: recién estoy empezando. ¿Debo leerlo en orden o según el tablero de dirección? Claudio pensó un momento. Según el tablero de direcciones, concluyó. Muy bien dijo ella, gracias. Pero lee el capítulo 21 primero, como recomendación, dijo él. ¿Por qué?, preguntó ella. Porque es el mejor del libro, dijo. De pronto, desde afuera, se escuchó la voz de Manuel, luego carcajadas. Claudio se sentó en el borde de la cama y miró a la muchacha. ¿Por qué no estás afuera, en la fiesta?, dijo. No lo sé, dijo ella. Puso el libro en su pecho y lo miró. ¿Por qué no lo estás tú?, agregó. Pues no sé, dijo finalmente. Ella se levantó, guardó el libro en su mochila, cruzó la habitación y dijo: ¿puedo apagar la luz? Estoy cansada y quiero dormir. Claudio accedió. Gracias, dijo y todo quedó en oscuridad. Se escuchó un cuál es tu nombre, seguido de un Mónica y el tuyo; por último un Claudio. Cerca de su cama, Mónica tenía un ventilador el cual enchufó y puso más cerca. Él escuchó sus pasos en la oscuridad. Son aún más ligeros, pensó. Se quedó dormido al poco rato, escuchando el zumbido del ventilador. III Cuando Manuel despertó, Claudio seguía durmiendo. En su cama, Mónica leía. Manuel guardó sus cosas en silencio y bajó donde estaba Allan. Pagó cuatro noches, que reservó a nombre de Claudio y dejó el hostal. Bajo por Entre Ríos hasta el terminal de ómnibus y tomó el de las 8:30 a Mendoza. Esta vez, Manuel no confundió Carlos Paz con Córdoba. IV Claudio despertó una hora después de que Manuel dejara el hostal. Bajó del camarote y al no encontrar la mochila de Manuel lo entendió todo. Allan lo puso al tanto de los detalles. Mónica, mientras leía, observó toda la escena desde el sillón que estaba en la sala de televisión. Claudio subió la habitación y comenzó a guardar sus cosas. Mónica entró a la habitación. −Leí el capítulo− dijo. Claudio no entendió de lo que estaba hablando. Mónica le enseñó el libro. −Ahh−dijo Claudio. Ella dio un pequeño paseo por la habitación y dejó el libro en su camarote. −¿Te vas?−dijo. −Sí−dijo Claudio mientras guardaba una polera en la mochila. −¿Por qué tan pronto? Según Allan llegaron hace tres días. −Porque me esperan en Chile. −¿Quién? –preguntó Mónica. Claudio se detuvo y la miró. −Con todo respeto Mónica, pero eso no es asunto tuyo. Mónica caminó hacia Claudio. Se acercó a él con su agilidad característica. Al llegar a su lado sonrió. −Tienes razón. Discúlpame−dijo. Bajó la vista y se encaminó hacia la puerta. A medio camino de ésta, él dijo: no, discúlpame tú, fui un grosero. Ella se dio media vuelta y respondió: no te preocupes. Y siguió caminando. En realidad no me espera nadie en Chile, dijo él. Las palabras salieron como escupidas por su boca. Ella se detuvo y dijo: ¿Y entonces por qué te vas? No sé, dijo él y dejó de guardar cosas en la mochila. Salió por la puerta y bajó al primer piso, ella lo siguió. Subió por la calle Entre Ríos y se detuvo en la primer esquina, allí ella lo alcanzó. Vine aquí por alguien, ¿sabes?, dijo ella. Pensé que tenía algo real con él. Algo que me daba seguridad… y no tengo idea porqué te estoy contando esto si apenas nos conocemos. Ella se dio media vuelta y comenzó a caminar en dirección al hostal, pero al poco avanzar se detuvo y volvió a enfrentarlo. Puedes regresar a Chile ahora si quieres. Pero, te lo prometo, volverás a lo mismo. En todas partes es igual. Regresaron en silencio al hostal. Allan sonrió al verlos entrar.
×
×
  • Create New...