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EL DESTINO, A VECES


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EL DESTINO, A VECES

 

 

El destino,

en muchas ocasiones,

no colabora en gratificar las vidas,

 o lo hace ya tarde,

o lo hace muy lentamente.

 

 

Muchos años después, supe que el hombre que soñé con encontrar para mí durante toda mi juventud –el hombre de mi vida-, y en los años que siguieron, y durante todos los demás hasta que nos encontramos justo el día que yo cumplí cincuenta y siete, había estado una vez en mi casa para dejar un regalo que traía para mi madre de parte de una amiga de su mismo pueblo.

 

Por una de esas circunstancias que parecen hechas por el destino con mala intención, aquel día yo no estaba en casa, como era lo habitual, sino que había salido a comprar un trozo de organdí.

 

Él era aquel con quien soñé inútilmente durante tanto tiempo.

 

Estuvo haciendo tiempo innecesariamente alargando el momento de marcharse, porque una de mis primas le había hablado de mí, y, como si fuera una Celestina, había alabado mi belleza y mi gracia.

 

La dependienta me entretuvo largamente mientras él se demoraba en hacer preguntas cuyas respuestas no le interesaban -porque sólo le interesaba yo-, contando cosas que nadie le había preguntado, e inventando cosas para llenar el vacío del tiempo.

 

Cuando se dio cuenta de que era imposible alargar más la situación, y como no se atrevió a preguntar por mí, se marchó y no regresó hasta cuarenta años después, harto de recorrer el mundo y soportar amores sin amor, rendido a la vida, sin ganas de dar un paso más en busca de la felicidad, y con la intención de esperar a la muerte todos los días sentado en una mecedora a la puerta de su casa, con una maleta simbólica en la que había metido los despojos de su vida, sus tristezas –que era lo que más ocupaba-, y una foto de su adorada madre, en blanco y negro, vestida de un luto rotundo y con una cara mortecina en la que la sonrisa era la más notable ausencia.

 

Esta vez sí, el buen destino, cansado de eludirme, y en contra de mi costumbre, me hizo pasear por un desconocido barrio de las afueras donde él se había instalado, y me sugirió, no sé por qué ni cómo, que me acercara a aquel hombre apagado, y que sacara del baúl de las excusas una cualquiera para dirigirme a él.

 

Le dije que me había perdido –yo también, respondió irónicamente él- y que no encontraba el camino de regreso a mi casa –yo tampoco, dijo él-, y que me explicara cómo volver a la ciudad.

 

-      Si no me pesara tanto el alma –dijo-, me levantaría ahora mismo y la acompañaría a usted.

 

Sólo conseguí que estirara el brazo indicando una dirección, y me alejé pero con una tozuda promesa instalada de volver otra vez a verle, sin saber por qué.

 

Sucedió dos semanas después. Pasé cerca de donde estaba, y me vio. Levantó la voz para que le oyera.

 

-      ¿Todavía no ha encontrado su casa?

 

Esta vez la voz tenía más vida, y la imitación de una sonrisa ocupaba su boca. Parecía otra persona.

 

-      La encontré, gracias. ¿Y usted?, ¿se encontró?

 

Me invitó a sentarme a su lado. Hablamos durante mucho tiempo. Y de muchas cosas.

 

-      Que sepas –le dije al despedirme- que eres el hombre con el que me voy a casar.

 

Y me quedé tan fresca al decírselo.

 

Sin premeditación, tan espontáneo como debiera ser esto del amor, se lo solté y me quedé tan tranquila. Y no volví la vista atrás para verle en su desconcierto –ni para demostrar mi interés-, mientras enfilaba el camino a mi casa con una sonrisa victoriosa en mis labios, y el futuro claramente definido.

 

La siguiente vez que fui a visitarle – pero varios días después, porque poco a poco se me había ido diluyendo la sonrisa y me había tachado mil veces de idiota y descarada- le encontré endomingado, con una camisa de estreno, repeinado, y oliendo aún a la colonia que se puso a primera hora de la mañana.

 

Una sonrisa ocupaba toda la boca, y sus ojos tenían un brillo insospechado la primera vez que le vi.

 

-      ¿Sigue en pie la propuesta? –preguntó él.

-      ¿La de casarnos?

-      ¿Había otra?

-      Aún tienes que seducirme.

-      ¿No te he seducido ya?

-      No. En eso soy un poco chapada la antigua. Tienes una larga y hermosa tarea por delante.

 

Y se aplicó en la tarea.

 

Le permití que me amara desde su reiterada inexperiencia, y me empapé a conciencia de su amor tan leve; aprendí a descubrir lo que no decía, o lo que decía con otras palabras, lo que decía cuando no decía, y me hice experta en adivinar sus suspiros, en rellenar sus silencios, y en interpretar las miradas.

 

Me dediqué a saber todo de él, y a contarle todo de mí, sin reservarme ningún secreto, sin dobleces ni enmarañamientos.

 

El amor fue instalándose cómodamente, poco a poco, y parecía sentirse a gusto entre los dos.

 

Así que cuando llegó el día en que me propuso matrimonio, lo único que se me ocurrió decirle, fue “ya has tardado…”

 

 

Y poco más que decir. O como para llenar libros enteros. Pero no, lo dejo así.

 

El amor está con nosotros.

 

Y que siga.

 

 

Francisco de Sales

(Más poesías y prosa en www.franciscodesales.es)

 

 

 

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