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Historia de un hombre que temía a los sueños


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Historia de un hombre que temía a los sueños.

 

Son las 4 de la mañana y él no duerme, duda, teme, intenta luchar, pero ese cansancio lo insta a cerrar sus ojos, que dentro de su alma, luchan por lograr esa vigilia tan anhelada. Lucha entre sábanas y el calor de su cuerpo, que intenta sumergirlo en el sueño; la vela de cera ya se ha consumido completamente en aquella mesita de noche fiel que soporta el único haz de luz de su existencia, y último que vería.

 

Pero, ¿por qué evitar el descanso, el dormir?. Este hombre teme a los sueños, teme a la sucesión de imágenes de su mente. Este hombre, teme al dolor, a la tortura, al sufrimiento y al creer. Este hombre no quiere enfrentarse a aquél sueño que pudo ser real, este hombre sufre imaginando que esta noche ese sueño aparecerá como una figura verídica frente a sus ojos somnolientos. Es este hombre, el que cree que estás imágenes tan reales, lo llevarán al abismo que parece tan cercano a sí mismo.

 

Son sueños, imágenes fatales, crueles, diabólicas, que como agujas podrían calar en esos ojos, y derramar esas lágrimas que intentan diluir los sentimientos, la vida… Es en sus sueños donde se encuentra consigo mismo, con sus frustraciones, con lo más oscuro de su existencia, lo que evade a la luz del sol, lo que suprime al amanecer. Todo nace a la hora de dormir cuando la luna omnipresente señala que los tortuosos sueños están listos para dañar una vez más.

 

Han pasado 5 días, y él aún no duerme, prefiere acudir al poder fútil del café, o al humo asfixiante de un puro, quizás encontrando en estos la valentía de un hombre miedoso y dañado. Dañado como su rostro, que empieza a evidenciar la carencia de sueño en sus poros y esa tez cada vez más morena. Su aspecto ya es el de un hombre viejo, demacrado, deprimido, prisionero del pasado y esclavo del futuro. Sus cabellos, son la proyección de sus pensamientos, desarmados, grises, y dispersos con violencia, ávidos de orden, pureza y vitalidad. Sus ojos, como dos piedras en un desierto, no reflejan más que el sueño inconcluso y se asemejan a un lago de ánimas, donde nadie quiere entrar y es difícil salir. Su cuerpo encorvado, cansado, clama por el descanso más sublime, clama por el ánimo y la valentía perdida en tiempos pasados. Todo él se encuentra en el suelo, como un país después de la guerra, como una madre que pierde a su hijo, simplemente, como un hombre que teme encontrarse con las historias ya vividas.

 

Ya son semanas, y este hombre se ve sentado, con la mirada perdida como si buscase más allá de sus ojos la solución a este tormento. Mira la estrellas con asombro, como si esperara algo de ellas, mira las agonizantes plantas de su jardín como si envidiara tener tan sólido zócalo como lo es la tierra fértil. El hombre está mirando sus piernas, como si en ellas encontrara algo de esperanza, como si en ellas encontrara la respuesta metafórica al estanco que vive, como si en sus piernas viera la posibilidad de avanzar, de crecer, de buscar algo de vida… pero no, como todos los hombres, él, está destinado a sufrir.

 

Cuando ya han pasado meses, y el sueño es el anhelo más grande, este hombre decide recostarse en aquél catre de ramas. Con un dolor inmenso por cerrar esos ojos secos y sin brillo, siente la culpa y el temor de encontrarse con los recuerdos, pero la agonía lo inclina, lo empuja, y su debilidad es tal que no tiene otra salida. De pronto, el catre de secas ramas parece estar pulido, y las maderas parecen del más fino roble. Sus sabanas sucias, rasgadas por el destino, se vistieron de encaje blanco y le dieron un descanso excepcional. El hombre cree ver a su hija, vestida de color noche y con los tan rojos como sus labios, que secretan ríos de lágrimas cristalinas; también estaba su hijo, estoico como siempre, con un sombrero y abrazado a su hermana en un consuelo infinito, como cuando la tristeza aparece como el único sustento en esta vida. Había muchas personas, que se acercaban a mirar como este hombre caía en sus sueños, sus miradas nubladas por lágrimas transmitían lástima y nostalgia, sus ademanes no eran sino de despedida. Las ropas de este hombre ya no estaban tan rasgadas e incluso se sentía como en tiempos mozos, con un traje limpio, como si fuera a emprender un viaje eterno. Este nuevo lecho parecía ser el más cómodo y el más apropiado para dormir hasta la eternidad. De pronto, una puerta se cerró frente a sus ojos y el llanto quebrado de su hija se hizo escuchar; sintió que era levantado y en un momento escuchó el galopar de caballos, tal como se oyen las carrozas fúnebres, sin embargo, ya nada importaba, se sentía pleno, con esto se dispuso a cerrar sus ojos por siempre…

 

Este hombre encontró su sueño, el único sueño del hombre. Aquello que anhelamos, como un deseo. Aquello que esperamos cuando terminan nuestros días. Aquello que buscamos cuando estamos cansados de vivir. Aquello a lo que tememos pero que podría darnos grandes satisfacciones. Este hombre encontró en sus miedos el descanso. Dejó de sufrir y encontró en el último sueño, el fin de su vida.

 

Tú sabes dónde está hoy ese hombre. Lo sabes, porque has deseado estar donde él está ahora. Lo sabes, porque lo has sentido. Porque temes, porque lloras, porque sufres, porque te destruyes, porque mañana podrás encontrar ese sueño sin descanso. Porque temes a los sueños, pero no a cerrar tus ojos…

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