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81 pesos


rorrohead

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Bueno, aqui les dejo uno de mis primeros cuentos

Fue para el ramo de electivo, y ahora lo quize compartir. Debiamos introducir en el cuento una receta tipica chilena, y en clases presentabamos el cuento y la comida. Asi que ya se perdieron las sopaipillas :P

Se los dejo por si alguien lo quiere leer. Espero sus comentarios

 

 

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81 pesos

 

-Maldita lluvia- grité, miré a mí alrededor, nadie me escuchaba, caminaba solo por un viejo camino.

 

Nunca he tenido problemas en recorrer los 5 kilómetros hasta el almacén de Don Aurelio Dominguez, pero ahora tenía que soportar este puto diluvio. No exagero, ya van 10 días lloviendo de corrido, el único que se ha salvado del agua es el canario de mi hermana que cuelga en el techo, el perro en cambio ha debido soportar estoicamente el barro en sus patas y la falta de alimento, acostumbrado a comer las sobras del almuerzo ahora hasta los huesos se los pelean en la mesa, es que claro, ahora somos nueve en la casa, el techo de mi tía no aguantó las ráfagas de viento y voló como una pluma por el aire hasta perderse en los cerro, todo había quedado inundado y un riachuelo corría escaleras abajo, ordenó a sus 4 hijos que tomaron la poco ropa que pudieron salvar y llegaron a instalarse indefinidamente en el living de la casa.

 

El agua se colaba en mis zapatos, los calcetines me estilaban y los pies me reclamaban por un descanso; si apuro el tranco llegaré más luego, pensé. Me puse a correr por el lado izquierdo del camino, era mucho más firme ya que por ahí transitaban las yuntas de bueyes y las carretas que llevaban el pan, la leche y el azúcar a la casa; además de un aguardiente de contrabando que llevaba el carretero y con el que se hacía unos pesos extra.

 

Me demoré sólo 10 minutos en recorrer el trecho que me quedaba, golpeé la puerta y me puse a escuchar los pasos de Don Aurelio, a sus 164 años era el único fundador vivo que quedaba del pueblo, y probablemente iba a seguir en esa condición por mucho tiempo, pues gozaba de la salud de un quinceañero, -no, me han logrado matar la mar, la peste del 85` ni 3 mujeres- decía campante cuando le preguntaban por su salud. Orgulloso revelaba su secreto, un vaso de vino tinto con harina a en la mañana y sexo una vez a la semana.

 

Me abrió la puerta y me saludó, le respondí con una sonrisa. Como casi todas las construcciones sufría de goteras. Su local se mantenía igual con los años, la estantería tras la cual siempre atendía, el perro de yeso a lado de la puerta, la pizarrita con los precios de cada cosa anotados con tiza y letra imprenta, y atrás, los imponentes muebles de roble que le otorgaban un toque elegante. En la caja estaba Ignacia de mi misma edad, era la tataranieta de Don Aurelio Domínguez; su pelo terso caía poco mas abajo de sus hombros, su tez morena resaltaba las facciones de su cara y sus ojos, esos ojos profundos que me encantaban. La saludé con un hola, me respondió y siguió ordenando unos recibos

 

-Don Aurelio, sabe que necesito varias cosas- le dije y me acerqué esquivando los tarros que recibían el incesante goteo que caía del techo.

-Dígame, a ver si tengo, sabe que me quedan pocos productos. Con este tiempo no he podido viajar a la capital.

- Veamos- miré la lista y empecé a enumerar lentamente todo lo que me había encargado mientras Don Aurelio sacaba los productos de los estantes – huevos, mantequilla, aceite, arroz, queso, 2 botellas de vino tinto y una de blanco, una bolsita de mate, 2 kilos de porotos, y carbón.

- Mmm, tengo casi todo lo que me pidió joven, lo que si no me quedan huevos – y me indicó con la cabeza la estantería donde siempre los guardaba – Aunque si quiere puedo ir a ver a la bodega.

- No se preocupe, así está bien.

 

Tomé el saco que guardaba en el bolsillo, y una a una eché las cosas que reposaban en el mueble dentro de este. Sin darme cuenta estaba mirando otra vez a Ignacia

 

-¿Algo más, joven? – me preguntó sacándome de mi sosiego.

- No – le respondí. Justo en ese momento me acordé que antes de salir mi madre me había pasado un papel, comencé a escrutinar en mis bolsillos. No estaba en los pantalones, ni la camisa, hasta que la encontré en uno de los tantos bolsillo de mi chaqueta. La desdoblé y comencé a leer.

 

Sopaipillas con chancaca

Para las sopaipillas

- 2 kg. de harina

- 2 tazas de zapallo cocido

- ¼ kg. de manteca derretida

- Sal a gusto

- Para freír Manteca de cerdo o un litro de aceite

 

Para la salsa

- 1 pan de chancaca

- Maicena

- 1 palito de canela

- Cáscara de naranja

- Tres tazas de agua

 

Preparación

Vaciar la harina en la mesa, juntarla y en el medio dejar una abertura, en ella debe verter la manteca derretida. Tras pasar el zapallo por el colador agréguelo a la harina, mezcle…

 

- Sí don Aurelio, sabe que necesito un par de cosas más

- No ve que le digo yo. Dígame que le falta

- Emmm…, 2 kilos de harina, manteca, un pan de chancaca, maicena y canela – dudé un momento en el zapallo, creía haber visto uno en la mañana junto a la puerta pero no estaba seguro, confié, de todos modos, ya era mucha la carga que tenía que llevar hasta la casa.

- Maicena no me queda – se detuvo un segundo, se agachó, sacó algo y me dijo – pero tome, dígale a la Señora Francisca que le ponga estas hojitas y van a hacer lo mismo, cuidado eso si que las muela bien. Y no se preocupe que no se las cobro.

 

Tomé las hojas, las envolví en la receta y las guardé en el bolsillo junto a una navaja, le di las gracias al caballero y eché las cosas restantes. Tomé 81 pesos del pantalón y se los fui a entregar a Ignacia que estaba en la caja, me sonrió y quedé como embobado. La próxima vez la invito a salir, la próxima vez la invito a salir, me repetía a mi mismo y reprendía mi falta de decisión.

 

- Cuídate mucho por el camino, mira que la lluvia parece no va a parar – me dijo desde atrás del recio mueble.

 

No atiné a nada, con su sola voz me quebraba. “Que estés bien, cuídate igual, te quiero” le quería decir pero las palabras no me salían, tan sólo acerté a darle un temblorosa sonrisa. Agarré el saco con la mano derecha y salí, la lluvia era ahora un manso rocío que caía suavemente y me empapaba los labios.

 

Llegué a la casa, afuera estaba mi padre cortando leña, dejé las cosas junto a la puerta, ahí estaba el zapallo, me saqué los zapatos, un hilillo de agua corrió hacia el suelo. El perro, mojado, llegó a saludarme moviendo graciosamente la cola, desprendí un trozo de queso y se lo puse frente al hocico, no demoró nada en engullirlo. Entré a la casa, mis primos pequeños correteaban por la cocina y mi hermana tejía una bufanda recostada en el sillón, Josefina, mi prima la miraba, Manuel, el mayor de mis primos, de doce, jugaba con sus manos dentro del brasero y tomaba los carbones ardiendo sin presentar la menor quemadura. Mi madre me recibió con un beso

 

- ¿Trajo de todo lo que le pedí? – me preguntó mi madre.

- Casi todo, el vino, la mantequilla, el arroz, el aceite. Huevos ni maicena tenía.

- Bueno, nos las arreglaremos.

- Pero me dio unas hojitas, que al parecer sirven igual que la maicena- metí la mano en el bolsillo, desenvolví las hojas y se las pasé, pero dentro no estaba mi navaja. ¡Mi navaja!, el único recuerdo de mi abuelo, ¿donde está? Estoy seguro que andaba con ella, ¿si?, quizás la dejé en otro lado. No se, la buscaré luego.

- ¿Qué será? No conocía esta planta – las observó y acercó a su nariz- me huele familiar.

 

Fui a la cama de mis padres, la mía ahora la utilizaba mi tía, me saqué la chaqueta, el suéter y los pantalones mojados, los tiré sobre la silla y me recosté. Que extrañas figuras se forman en el techo, seguro vi una cara, ¿no era?, quizás pienso mucho en Ignacia, debería decirle de una vez ¿Y si me rechaza? La vida es bonita así, no me puedo quejar, pero me falta algo, no sé ella. Y si…

 

Desperté con frío, solo me cubría la camisa desabotonada y los calzoncillos, habían pasado casi 4 horas, probablemente ya habían almorzado. Fui a la cocina y mi tía con mi mamá hacían sopaipillas, me acerqué a la cocina a calentarme, en la olla de a poco se disolvía el pan de chancaca y el agua se tornaba cada vez más oscura. Le dije a mi madre que moliese bien las hojas, tal como me había dicho Don Aurelio. Al echarlas sobre la chancaca un humo azul salió por un instante sobre la mezcla, ni mi madre ni nadie pareció notarlo, salvo yo. Mi tía fue sumergiendo luego, una a una las sopaipillas en ese caldo suave y espeso.

Eduardo, vístete y ven a tomar once- dijo mi madre, aún andaba yo en calzoncillos y camisa

 

Las sopaipillas estaban listas, en una fuente aquellas que no habían sido pasadas, y en la olla aún y sobre un tabla, estaban esas masas dulces, acarameladas, con un olor a azúcar quemada y un dejo a naranja y canela, aún calientes, amontonadas, flotando una al lado de la otra.

 

- Deliciosas madre- dije satisfecho

- Si tía, están ricas – al unísono se pronunciaron mis primos.

 

Algo distinto tenían, era el mismo dulzor, el mismo sabor, pero había algo que no podía identificar. Me serví otra más, tenía un trozo de hoja pegada en el lado superior; iba en la mitad y paré a buscar un vaso de agua, cuando volví Manuel se reía, claro se había terminado de comer mi plato. Bebí el vaso de agua, di las gracias y me paré.

 

- Creo que me iré a acostar – me sentía cansado, un poco agotado.

 

Preferí irme a acostar, tomé un par de frazadas y me recosté en el sillón. Soñé, era Ignacia de nuevo, se me acercaba, estaba tan cerca de su cara que veía como una gota se deslizaba por la curva de su respingada nariz, su pelo caía, sentía su cintura, la sentía tan real y acerqué mi cara a la de ella, y el abismo, caí repentinamente y de pronto desperté.

 

Mi tía se movía desesperada, mi hermana lloraba y mi padre discutía con mi madre. Manuel desapareció alcancé a escuchar.

-¿Qué? – ¿como era posible? ¿Manuel desaparecido? Claro, no estaba, no podría haber salido tampoco de la casa, mi padre habituaba a dejar todas las puertas con llave, estaba toda su ropa, sus pertenencias. Pero de Manuel, no había rastros. No podría haber ido a ningún lado, revisamos toda la casa.

Y me acordé, la hoja en mi plato, ayer en la once. Rápido fui a buscar mi chaqueta, mi navaja no estaba, y encontré el papel donde guardé las hojas que Don Aurelio me regaló.

 

“Tras pasar el zapallo por el colador agréguelo a la harina, mezcle y amase hasta que la masa tome consistencia. Usleree, y corte en círculos, sumerja las sopaipillas en el aceite o manteca hirviendo. Retire cuando estén listas.

En una olla aparte ponga a calentar el agua, disuelva la chancaca y hierva a fuego lento, agregue la maicena para que tome consistencia. Agregue canela y cáscara de naranja a gusto. Una vez hecho esto, sumerja las sopaipillas. Sirva caliente”

 

Era la receta donde estaban los ingredientes que mi madre me pasó, pero sólo había una parte de ella, lo demás se había desvanecido. Don Aurelio había dicho que se debían moler bien las hojas, eso era, Manuel se había comido mi plato ayer; eso también podía explicar la desaparición de tantos años de la Señora Domínguez, tanto que se hablo de ello.

 

- ¿Me pasará lo mismo? Yo no quiero desaparecer, no, no puedo desaparecer, alguien tiene que querer a Ignacia, alguien debe amar a Ignacia.

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