Jump to content

ALÉGRATE CUANDO TE DESCUBRAS OTRO "DEFECTO"


buscandome

Recommended Posts

ALÉGRATE CUANDO TE DESCUBRAS OTRO "DEFECTO"

 

 

Parece que el título es contradictorio, incoherente, paradójico, o un error, y que, en realidad, el descubrimiento de un defecto debiera ser motivo de frustración, de pena, o motivo para una depresión, pero no.

 

 

A día de hoy, estoy convencido de lo que digo.

 

 

“Descubrir” es “quitar lo que cubre”, “destapar lo que está cubierto”, “hallar lo que estaba ignorado o escondido”, pero cualquiera de las definiciones dice lo mismo: hacer visible algo que previamente estaba porque existía.

 

“El defecto” ya estaba en uno cuando ha sido descubierto.

 

Y si uno no era consciente de que estaba, quiere decir que seguía insistiendo en “el defecto”, y que uno nunca se pondría a la tarea de tratar de eliminarlo puesto que desconocía su existencia.

 

 

Ahí comienza mi teoría de que debiera ser un motivo de alegría, porque ahora, al ser consciente de “el defecto” es cuando se pueden tomar las medidas o decisiones necesarias.

 

Y cuando nos hallamos deshecho de “el defecto” estaremos un poco mejor, o mucho mejor, como personas.

 

Tendremos un “defecto” menos y estaremos, por tanto, más cerca de la perfección.

 

 

Si te descubres, o te descubren, un nuevo “defecto” no reacciones con ira, con rabia, ni lo niegues.

 

Responsabilízate de él, y luego haz lo que tengas que hacer.

 

 

Somos humanos –cosa que se olvida a menudo, o que no se termina de comprender en su realidad-, y eso lleva implícito, ineludiblemente, que la imperfección es lo habitual.

 

En mi opinión, lo que llamamos “defecto” -que para mí no es lo mismo que para los otros, y por eso tantas comillas- no es una imperfección, sino la forma de llamar a lo que aún no se ha desarrollado del todo de una cualidad. Esto quiere decir que tenemos cualidades que podemos llegar a desarrollar más.

 

Y ese es otro motivo de alegría: el saber que una cualidad que ya tenemos puede ser ampliada más, lo que nos acercará un poco más a esa perfección que ansiamos.

 

 

 

Te dejo con tus reflexiones…

 

 

Francisco de Sales. Fundador de la web www.(Palabra Censurada, está prohibido el SPAM), para personas interesadas en la psicología, la espiritualidad, la vida mejorable, el Autoconocimiento y el Crecimiento Personal.

 

Link to comment
Share on other sites

EL MIEDO A QUEDARSE A SOLAS CON UNO MISMO

 

 

Decía Pascal que detrás de todas nuestras ocupaciones, y detrás de nuestro infatigable quehacer diario, lo que se esconde es nuestro miedo a quedarnos a solas con nosotros mismos, con nuestra realidad personal, y a enfrentarnos con nuestros sentimientos más íntimos, pues en el fondo intuimos lo vacía que realmente está nuestra vida y por ello rechazamos toda posibilidad de reflexión sobre nosotros mismos, y sobre nuestras ambiciones y deseos.

 

 

 

La vida se nos escapa a cada momento.

 

¿O somos nosotros los que dejamos que se escape?

 

 

 

Demasiadas ocupaciones, ¿Verdad?

 

¿O sería más acertado decir “demasiadas distracciones tal vez, ¿Verdad?”?

 

 

 

 

Es curioso este modo habitual de actuar en el que no valoramos ni apreciamos la vida en todo su esplendor y grandeza, ni a nosotros mismos, porque tal vez el sentido último de la vida sea aprender a convivir con uno mismo, a admirarse dentro de sus limitaciones, a cuidarse, a llevar hasta el extremo el amor a los demás y, también, primordialmente, el amor propio…

 

 

 

Darnos cuenta de las cosas –que es el paso previo necesario para poder resolverlas después- requiere un tiempo de observación -sin autoengaños y sin juicios-, y la posterior aceptación de lo que se descubra en esa observación.

 

¡Pero resulta que no es de nuestro agrado mucho de lo que encontramos!

 

Y no es porque no haya algo agradable que encontrar –que siempre lo hay-, sino que constantemente ponemos a la vista, en primer plano y muy a mano, lo que no nos gusta de nosotros.

 

Sí, tan malvados somos.

 

Tan crueles y auto-destructivos.

 

Tan rematadamente injustos y rencorosos.

 

Tan incumplidores de ese mandamiento de amarse a uno mismo.

 

 

 

¡Cómo nos cuesta perdonarnos!

 

¡Y con qué facilidad somos injustos al seguir reprochándonos cosas del pasado con nuestra memoria de elefante!

 

 

 

Distingamos una cosa: no es lo mismo el miedo a la soledad que el miedo a quedarse a solas con uno mismo.

 

Los momentos de soledad son enriquecedores –e imprescindibles, opino yo-; es muy útil la soledad cuando uno trata de conectar con su propia esencia, con la auténtica naturaleza, ya que el personaje que estamos viviendo continuamente relega a la autenticidad que somos, y parece como si ésta se quedara rezagada, timorata, esperando que alguien le venga a rescatar.

 

En los momentos de soledad podemos llegar a sentirnos muy a gusto. Podemos estar oyendo música, leyendo un libro, viendo una película, aparentemente con la mente en blanco, descansando…

 

Todo puede llegar a ir bien… si no se entromete nuestra mente –que a veces parece nuestra enemiga-, que es capaz, si estamos viendo una película, de hacernos notar que el protagonista sí tiene la vida que nosotros jamás tendremos; o que el personaje del libro sí que sabe desenvolverse en la vida, y además ha encontrado el amor sincero en su vida; que la música sonaría mejor si tuviésemos a nuestro lado a…

 

Las comparaciones se presentan a menudo en nuestra mente, y eso es lo que nos desconcierta.

 

Y si sólo nos vamos a quedar con la parte negativa de las comparaciones –que es cuando nos quedamos en lo depresivo de que el otro es más o está mejor- y no potenciamos lo positivo –que si el otro lo ha conseguido yo también puedo esforzarme y conseguirlo- entonces no es de extrañar que por un mecanismo de autodefensa tratemos de evitar los momentos de quedarnos a solas con nosotros mismos para no meternos en un inventario personal que tiene muchos números rojos.

 

Compararse con los otros sólo es bueno si eso se convierte en una motivación que impulsa a mejorar, pero quedarse sólo en la desazón o la envidia por lo que el otro ha conseguido, se convierte en otra onerosa e incómoda carga con la que tenemos que seguir viviendo.

 

 

Por otra parte, tenemos la errónea tendencia a idealizar la vida de los otros que, sin duda, no es tan perfecta o idílica como aparenta o como imaginamos.

 

Y, sobre todo, que cada quien es cada quien. Y la vida se vive con las posibilidades personales, intelectuales, o sociales, que cada uno tiene en cada momento.

 

Evitarse continuamente a sí mismo, impedirse los momentos de estar a solas, o no propiciarlos, es una equivocación.

 

No tiene sentido tratar de estar evitándose continuamente.

 

Lo malo, y lo cierto, que tienen este tipo de huidas es que vayas donde vayas te encontrarás contigo mismo. Es así. Huir es inútil porque te sigues a todos lados

 

No hay escondrijo en el que ocultarse.

 

No hay posibilidad de negarse o de no reflejarse en el espejo.

 

Los pensamientos propios están con uno en todos los sitios, y los reproches, y los miedos… así como también están el amor, la posibilidad de aceptarse y de perdonar lo que hubiera pendiente, la opción de abrazarse, la reconciliación, la posibilidad del resto de la vida en armonía…

 

 

 

Quedarse a solas con uno mismo es un ejercicio de amor.

 

Es algo que debiera ser inaplazable y que, increíblemente, aplazamos.

 

Antes o después, y es mejor antes, ha de suceder la reconciliación incondicional con uno mismo; amarse a pesar de todos los pesares; comprenderse, aceptarse, acogerse en un abrazo con la promesa de que el resto de la vida será de otro modo más sereno y comprensivo.

 

Bastante tiene uno con ser como es, o como le ha tocado ser, como para encima tener que estar enfrentándose a sí mismo continuamente en un conflicto irreconciliable, y que acabe convirtiéndose en una relación tensa -en la que la mala cara sea lo que más destaque- lo que debiera ser un encuentro que cada vez provoque felicidad.

 

 

Es imprescindible la reconciliación. Hacer cuanto sea necesario para que estar a solas sea grato, sea un placer, sea algo que busquemos con la mayor asiduidad posible para disfrutarlo, y que no sea el momento que se aprovecha para auto-reprocharse, para echarse en cara asuntos atrasados, o para permanecer callado en una actitud intransigente y mostrando animadversión donde debiera haber júbilo.

 

Porque… ¿Para qué sirve seguir en esa baldía y desagradable actitud de auto-enfrentamiento?

 

¿Qué aporta que sea beneficioso o conveniente?

 

¿Hay algo más absurdo que la hostilidad contra la única persona que ha permanecido contigo en todo instante y te va a acompañar hasta el final, o sea, tú?

 

Y si eres una de esas personas… ¿No te da vergüenza?

 

 

 

 

Sería bueno exigirse cada día un momento de calma, y cumplirlo; un momento –todo lo amplio que sea posible- en el que uno sea el único protagonista; un momento para decir “Soy yo”, o “Estoy aquí”, o “Soy el principal motivo de mi vida”… cualquier cosa que a uno le sirva para reconectar con quien de verdad es.

 

Si uno insiste en eso, y lo hace sin prejuicios, con el corazón y los brazos abiertos, y con una sonrisa acogedora –que son condiciones indispensables-, será cada vez más gratificante y buscado el encuentro.

 

La soledad y estar a solas con uno mismo, desde ese prisma, serán bálsamos para el alma y un agradable destino en los que pasar un rato con el Yo –lejos del yo-, sintiendo la cercanía cada vez más próxima del Ser Completo.

 

 

Te dejo con tus reflexiones…

 

 

NI SIQUIERA TÚ TIENES DERECHO A JUZGARTE

 

 

Se dice que nunca somos el mismo.

 

Tal vez ya no eres la misma persona que empezó a leer este artículo.

 

Desde entonces, y aunque aparente ser imperceptible, puede que simplemente la lectura del título haya hecho que algo dentro de ti pida una explicación sobre lo que éste ofrece, o puede que algo dentro de ti haya dicho algo así como: “Ves, ya lo sabía yo. Me lo decía la intuición”. Con lo cual tu Autoestima habrá ganado puntos, tu intuición tendrá más confianza para seguir mostrándote cosas, y una sonrisa interna te acompañará por lo menos, durante el resto de la lectura. Ya no eres la misma persona.

 

Como tampoco eres la criatura que tu madre sostuvo en brazos, ni quien acudió a la escuela, o la que dio aquel primer beso, ni quien ayer se puso tu ropa.

 

Compartimos con todos los que anteriormente fueron “yo”, el nombre y los apellidos, los padres, y poco más.

 

No eres ninguno de ellos y, además, se supone –de momento y mientras no lo demuestres, sólo se supone- que algo habrás aprendido, que tal vez seas más sensato, tengas nuevas opiniones, y veas el mundo o la vida de un modo distinto a como lo has hecho en otras épocas de la vida.

 

Lo que creo que hacemos mal es juzgarnos desde nuestro hoy, al que hemos llegado a base de trompicones la mayoría de las veces, y que nos permitamos la desfachatez de juzgar a aquel que en cualquier momento del pasado, y con la mejor voluntad, o con la única opción que le quedó libre o fue capaz de encontrar, hizo lo que hizo.

 

Ni siquiera tú tienes derecho a juzgarte.

 

O cuanto menos, no tienes derecho a juzgarte con un aire de superioridad, con un poco de prepotencia desde una superioridad que no es tal, presenciando desde la experiencia de hoy la inexperiencia de antes.

 

Quien fuiste antes –hace años o hace unos minutos- se merece comprensión y consideración. Se merece respeto más que injusticia. Y tiene derecho más a un abrazo tolerante que a un desprecio inmerecido.

 

¡Qué se le va a hacer, si es así como se aprende!

 

A base de equivocaciones, a base de decisiones que no siempre son óptimas, poco a poco, y tropezando en la misma piedra.

 

Somos un niño pequeño que corretea por el mundo, pequeño e inseguro; que toma muchas decisiones porque no le queda otro remedio y más con buena voluntad que con sabiduría; que se ha hecho cargo de una vida y de un mundo que se le queda grande muchas veces…

 

¿Y qué?

 

¿Sólo tiene derechos a críticas y sentencias?

 

¿Nadie comprensivo que se ponga de su parte?

 

¿Nada que valorar o agradecer por no disponer de un pasado irreprochable?

 

¿Tanta injusticia para con uno mismo?

 

 

 

Ni siquiera tú tienes derecho a juzgarte.

Sólo tienes derecho a mirarte de un modo tolerante, a ser generosamente comprensivo, a darte abrazos, a agradecer a todos los “yoes” de tu pasado que han contribuido a llegar hasta el que eres hoy… y a seguir adelante.

 

Siempre adelante, y con la idea que debiera ser muy clara de que a partir de hoy –y aunque te creas que ya eres más listo- te vas a seguir equivocando, pero tienes el deseo y la voluntad de no encontrar en ti a un inquisidor en cada momento, sino la colaboración de quien seas en el futuro para comprender, sin censuras hirientes, y sin aires de agresiva superioridad, que eres una persona llena de amor que desea encontrarse consigo misma llena de amor.

 

 

Te dejo con tus reflexiones…

 

 

Francisco de Sales. Fundador de la web www.(Palabra Censurada, está prohibido el SPAM), para personas interesadas en la psicología, la espiritualidad, la vida mejorable, el Autoconocimiento y el Crecimiento Personal.

 

 

 

 

 

Link to comment
Share on other sites

NI SIQUIERA TÚ TIENES DERECHO A JUZGARTE

 

 

Se dice que nunca somos el mismo.

 

Tal vez ya no eres la misma persona que empezó a leer este artículo.

 

Desde entonces, y aunque aparente ser imperceptible, puede que simplemente la lectura del título haya hecho que algo dentro de ti pida una explicación sobre lo que éste ofrece, o puede que algo dentro de ti haya dicho algo así como: “Ves, ya lo sabía yo. Me lo decía la intuición”. Con lo cual tu Autoestima habrá ganado puntos, tu intuición tendrá más confianza para seguir mostrándote cosas, y una sonrisa interna te acompañará por lo menos, durante el resto de la lectura. Ya no eres la misma persona.

 

Como tampoco eres la criatura que tu madre sostuvo en brazos, ni quien acudió a la escuela, o la que dio aquel primer beso, ni quien ayer se puso tu ropa.

 

Compartimos con todos los que anteriormente fueron “yo”, el nombre y los apellidos, los padres, y poco más.

 

No eres ninguno de ellos y, además, se supone –de momento y mientras no lo demuestres, sólo se supone- que algo habrás aprendido, que tal vez seas más sensato, tengas nuevas opiniones, y veas el mundo o la vida de un modo distinto a como lo has hecho en otras épocas de la vida.

 

Lo que creo que hacemos mal es juzgarnos desde nuestro hoy, al que hemos llegado a base de trompicones la mayoría de las veces, y que nos permitamos la desfachatez de juzgar a aquel que en cualquier momento del pasado, y con la mejor voluntad, o con la única opción que le quedó libre o fue capaz de encontrar, hizo lo que hizo.

 

Ni siquiera tú tienes derecho a juzgarte.

 

O cuanto menos, no tienes derecho a juzgarte con un aire de superioridad, con un poco de prepotencia desde una superioridad que no es tal, presenciando desde la experiencia de hoy la inexperiencia de antes.

 

Quien fuiste antes –hace años o hace unos minutos- se merece comprensión y consideración. Se merece respeto más que injusticia. Y tiene derecho más a un abrazo tolerante que a un desprecio inmerecido.

 

¡Qué se le va a hacer, si es así como se aprende!

 

A base de equivocaciones, a base de decisiones que no siempre son óptimas, poco a poco, y tropezando en la misma piedra.

 

Somos un niño pequeño que corretea por el mundo, pequeño e inseguro; que toma muchas decisiones porque no le queda otro remedio y más con buena voluntad que con sabiduría; que se ha hecho cargo de una vida y de un mundo que se le queda grande muchas veces…

 

¿Y qué?

 

¿Sólo tiene derechos a críticas y sentencias?

 

¿Nadie comprensivo que se ponga de su parte?

 

¿Nada que valorar o agradecer por no disponer de un pasado irreprochable?

 

¿Tanta injusticia para con uno mismo?

 

 

 

Ni siquiera tú tienes derecho a juzgarte.

Sólo tienes derecho a mirarte de un modo tolerante, a ser generosamente comprensivo, a darte abrazos, a agradecer a todos los “yoes” de tu pasado que han contribuido a llegar hasta el que eres hoy… y a seguir adelante.

 

Siempre adelante, y con la idea que debiera ser muy clara de que a partir de hoy –y aunque te creas que ya eres más listo- te vas a seguir equivocando, pero tienes el deseo y la voluntad de no encontrar en ti a un inquisidor en cada momento, sino la colaboración de quien seas en el futuro para comprender, sin censuras hirientes, y sin aires de agresiva superioridad, que eres una persona llena de amor que desea encontrarse consigo misma llena de amor.

 

 

Te dejo con tus reflexiones…

 

 

Francisco de Sales. Fundador de la web www.(Palabra Censurada, está prohibido el SPAM), para personas interesadas en la psicología, la espiritualidad, la vida mejorable, el Autoconocimiento y el Crecimiento Personal.

 

 

 

 

 

Link to comment
Share on other sites

RECONCILIARSE CON LOS YOES DEL PASADO

 

 

 

Todos guardamos representaciones de nuestros yoes del pasado.

 

Son imágenes, o entes etéreos, de diferentes épocas de nuestra vida, y de diferentes estados y vivencias por los que hemos atravesado.

 

Algunos se sienten en paz, satisfechos, y reposan en la parte del recuerdo y del pasado donde hemos almacenado las cosas de las que nos sentimos complacidos y en paz.

 

En cambio, con los yoes de aquellas actitudes y hechos de los que no nos sentimos orgullosos, aquellas de las que hasta negamos la autoría, hacemos dos cosas opuestas: o los dejamos a la vista, les sacamos brillo cada día para que no se nos olviden, nos los restregamos continuamente, sacamos punta a sus espinas y rellenamos el depósito del veneno, todo ello para satisfacer a nuestro masoquista interior, o las escondemos bien escondidas en un lugar al que nos resulta desagradable regresar.

 

En el primer caso, y si no somos capaces de sacar ningún provecho y sólo nos recreamos de un modo depravado en su repetición regodeándonos en el auto-reproche, el acto es inútil, se vuelve en nuestra contra, mina nuestra Autoestima, nos enfrenta a nosotros mismos, y nos enzarza en una guerra en la que ambas partes son perdedoras.

 

Por lo expuesto, sería conveniente tomar otra actitud y dejar de insistir en ese castigo maquiavélico y perverso.

 

 

En el segundo caso creemos, equivocadamente, que no hablando de ello, negándolo, o tratando de olvidarlo, dejará de molestarnos, se diluirá en el pasado y dejará de pedirnos cuentas.

 

Un error. También.

 

El que no nos acordemos conscientemente de ello no quiere decir que no nos afecte de un modo inconsciente.

 

Y no hay que olvidar que el 99% de nuestros actos y pensamientos, se gestan y construyen en el inconsciente o lo inconsciente.

 

En realidad, latentes y asomándose sólo de vez en cuando, esperan una explicación que les redima del pesar que les apesadumbra al saber que vivieron actos o actitudes que negamos.

 

Se sienten culpables y sin saber por qué.

 

Son cosas que hicimos hace tiempo –por tanto no las hizo el yo de hoy sino un yo del pasado- y que se hicieron en su momento sin mala intención y sin mejor conocimiento, por las que nos exigimos responsabilidades como si fuéramos expertos.

 

Esos yoes que ahora rechazamos, de los que se arrepiente nuestra conciencia, no entienden que en su momento fueran una decisión nuestra y en cambio ahora sean apestados de los que es mejor renegar. Se sienten traicionados y abandonados.

 

Mientras, se van alimentando de nuestra Autoestima, y la van minando poco a poco.

 

Ahora, cuando se pueden asomar a nuestra memoria, dan un zarpazo a nuestro corazón, y nosotros reaccionamos tratando de esconderlos de nuevo en lugar de acogerlos, o de reconocerlos en vez de negarlos, y les condenamos al silencio sin aclaraciones en vez de hablarles para darles una explicación de lo sucedido.

 

Sus porqués no obtienen respuestas.

 

Esos yoes que una vez fuimos, injustamente acusados, buscan reconciliarse de nuevo, quieren hacernos ver que forman parte de las experiencias por las que hemos tenido que pasar, que son parte innegable de nuestro pasado, que necesitan ser comprendidos y acogidos, que no merecen nuestra desaprobación porque no les tocó hacer la parte más agradable, que son yoes tan nosotros mismos como los otros yoes a los que ensalzamos.

 

 

 

Una de las formas útiles de reconciliarnos con nuestro pasado, del que somos, no lo olvidemos, responsables únicos, es la que expongo:

 

Se trata de conseguir una relajación adecuada, en un sitio en el que no vayamos a ser molestados, con bastante tiempo libre disponible, y en el modo que tengamos por costumbre hacerlo.

 

Una vez relajados, sin ninguna expectativa de lo que “tiene” que suceder –porque si nuestra mente está pendiente de que suceda algo concreto no será una relajación auténtica, y puede que nos estemos “inventando” lo que suceda a continuación-, y sin ninguna prisa –quizás no suceda algo la primera vez o tarde en aparecer, y, además, es conveniente repetir el ejercicio en varias ocasiones porque cada ocasión nos puede mostrar algo más-, y sin permitir que la mente consciente intervenga tratando de analizar lo que está sucediendo –porque si dejamos que una parte del consciente intervenga, entonces no estamos en el lugar del inconsciente al que queremos llegar-, entonces es el momento de observar qué yo va apareciendo, y qué nos cuenta.

 

Para que sea eficaz, es conveniente no estar pendiente de lo que suceda con una parte de nuestra consciencia que quiera acudir a la relajación para tomar nota de lo que suceda. Porque en ese caso no se alcanzaría el acceso correcto a lo inconsciente, y porque lo importante de este trabajo se produce en el encuentro con los yoes y en ese nivel, que es donde está el conflicto, y no se elabora en el pensamiento o la razón. No hay que estar pendiente de que no se olvide nada de lo que vaya a suceder. De lo que haya que acordarse, se acordará uno.

 

 

 

La primera regla es que hay que ponerse a la altura física de quien aparezca –si es un niño, hay que agacharse hasta que nuestros ojos estén frente a los suyos-; la segunda es que hay que escuchar lo que nos quiera decir, con palabras o sin ellas, con gestos o con sentimientos, y no hay intervenir hasta que termine. No hay que estar a la defensiva, ni culpabilizar a algo o alguien ajeno –las circunstancias, el destino, los otros, etc.-, sino explicar, en un tono sosegado y de modo que esté a su nivel intelectual, el porqué de aquello que le tocó hacer, o sea, de lo que se hizo en aquel momento.

 

Las explicaciones, básicamente, son las mismas para todos. “Hiciste lo que creíste que tenía que hacer, o lo que suponías que eras lo mejor, o lo que permitieron hacer las circunstancias, con el conocimiento y la experiencia que tenías entonces. Te lo agradezco igualmente, aunque el resultado no fue el que esperaba. Te acojo con amor en mi vida porque formas parte de mí”. El texto se debe modificar al gusto de cada uno, porque si uno se habla con palabras que no son suyas, o de un modo que no es habitual, el yo puede creer que no hay sinceridad.

 

También es interesante tener unas preguntas preparadas, para ver si se puede conseguir respuestas que nos clarifiquen alguna duda.

 

Cuando se termine “la conversación”, cuyo final no hay que precipitar para que quede perfectamente resuelto, hay que ofrecer un abrazo al yo, y si lo acepta, podemos dar el asunto por resuelto.

 

Si acepta el abrazo, que sería lo lógico, conviene que sea muy real, que lleve todo el amor que seamos capaces de transmitir, que sea lo más sincero que hayamos hecho en nuestra vida, y si notamos que nos abraza con la misma pasión que nosotros ponemos, o captamos una sonrisa, un asentimiento, una relajación en su gesto, una palabra que nos lo confirme, entonces es momento de disfrutar el abrazo, de saborear la reconciliación, y entonces es cuando hay que apretar más el abrazo, hasta que el yo se integre en nosotros y pase a formar parte indisoluble de nosotros, dejando de ser un ser etéreo que vaga perdido.

 

Si no lo acepta, tal vez sea porque no se crea lo que le estamos diciendo, así que puede ser que falte sinceridad por nuestra parte, o que esté demasiado resentido. Lo que hay que hacer es volver otro día, para ver si se ha ablandado y ha comprendido nuestra intención y voluntad.

 

En cualquier caso, cuando tengamos la sensación de que ya está resuelto conviene comprobarlo, haciendo preguntas directas como, por ejemplo: ¿Qué necesitas?, o: ¿Qué puedo hacer por ti?, o: ¿Te queda alguna duda?

 

 

 

Hay otra versión de este ejercicio, que es buscar intencionadamente uno de esos yoes con los que queremos relacionarnos especialmente porque queremos arreglarlo. En ese caso podemos llamarle, o “forzar” un poco, sólo muy poco, la imaginación para que se presente. Y si no llegamos a verle con forma, pero le intuimos, es suficiente. El proceso posterior es el mismo.

 

No pienses en lo que has leído. Sólo observa si en algún momento durante estos últimos minutos has sentido dentro de ti, de un modo que no necesita explicación, que todo esto puede ser verdad y puede ser así.

 

En ese caso, y si lo deseas, ponlo en práctica.

 

 

Te dejo con tus reflexiones…

 

 

 

Francisco de Sales. Fundador de la web www.(Palabra Censurada, está prohibido el SPAM), para personas interesadas en la psicología, la espiritualidad, la vida mejorable, el Autoconocimiento y el Crecimiento Personal.

 

Link to comment
Share on other sites

Create an account or sign in to comment

You need to be a member in order to leave a comment

Create an account

Sign up for a new account in our community. It's easy!

Register a new account

Sign in

Already have an account? Sign in here.

Sign In Now
×
×
  • Create New...