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Las Noches Deberían Ser Todas Iguales


Sebastiasd

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No fue cuando se despertó y recuperó la consciencia, que notó dónde estaba. Lo que vino luego de recuperarla, fue su memoria. Recordaba que había tomado un taxi que lo debía dejar en su casa, pero cuando miró por la ventana, logró ver lugar alguno que le fuera familiar.

Ya, en el momento en que iba a dirigir su confusión al chofer, éste detuvo el auto incrementando aun más los sentimientos de nuestro confuso hombre. Y, antes que pudiera articular palabra alguna, la persona al volante le interrumpió con una pregunta, que sorpresivamente, era articulada por una voz femenina: "¿Cómo durmió, señor?"

Las palabras, de la ahora mujer al volante, provocaron que el desconcierto en aquel hombre, que no encontraba refugio alguno dentro del automóvil, aumentara gradualmente erizándole los pelos. Aquel hombre que pese a ya sentir confusión, comenzara a sentir temor.

En las afueras del coche, por la puerta izquierda, se encontraba un callejón no muy ancho que era iluminado por varios focos que se veían como si estuvieran en fila, parecida a la que hace la guardia del palacio de gobierno cuando un presidente de otro país la visita. Justo aquella puerta era la que se encontraba de su lado. El mensaje era claro: “Bájate del auto y camina recto por allí”

La mujer que se encontraba al volante metió su mano derecha al bolsillo de su pantalón y de él sacó un papel, doblado meticulosamente, como si cada doblés significase un tipo de cerradura. A continuación le siguieron las siguientes palabras, en el momento en que decidía entregárselo al hombre que lo acompañaba en el interior de su taxi: “Tome esto y camine por el callejón. Cuando llegue al muro del final, le quitará cada doblés a esta hoja y procederá a leerla. Hasta luego”

Luego de terminar, mirándolo fijamente a los ojos, como si quisiera advertirle de algo, le entregó el papel. Él lo miró con mucha desconfianza, tenía el leve presentimiento de que era una de las últimas cartas que leería en su, aparentemente, corta vida. A continuación abrió la puerta para comenzar a caminar por aquel camino que lo iluminaba como si fuera el rey de alguna nación. Las sombras, a un costado de la calle por la que, en contra de su voluntad, cruzaba, se veían o el veía, que se movían como si fueran una turba de personas excitadas en el momento de alguna ejecución de la edad media.

El temor se acrecentaba mientras avanzaba por aquella ruta con una muralla en su final. Las manos le picaban, sentía la ansiedad de un niño en el momento en que recibe su primera vacuna. ¡Quería que se acabara!

Tomó el papel que le había entregado la mujer del taxi y comenzó a quitarle cada doblés, lentamente, como si disfrutara del momento.

Al momento en que abrió por completo el papel y lo leyó de principio a fin, levantó su cabeza para mirar por el camino y terminar de una buena vez la situación en la que se veía envuelto, cuando divisó como, por la izquierda y derecha de la calle, aparecían dos niños. Una niña y un niño, respectivamente. Inevitablemente, el hombre abrió los ojos en señal de confusión.

Aquellos niños se fueron acercando poco a poco a nuestro confuso, temeroso y ansioso hombre. Él pudo notar que cada uno llevaba algo en sus manos, parecían herramientas desde el lugar en que se encontraba. Cuando ya los tuvo en frente de sí, pudo ver que cada uno llevaba un arma. La niña un machete y el niño un cuchillo de unos 25 centímetros de longitud. Físicamente, ellos eran idénticos. Rubios los dos, sumamente pálidos y con una presencia que sólo irradiaba una fría ola de terror. Lo miraban fijamente, provocando en él, el miedo necesario como para desear desaparecer del lugar al instante.

Ambos le hablaron al unísono: “¿Acaso no le dijeron que llegara al final del camino para que, a continuación, leyera la carta? ¿Sabe lo que le queremos decir, lo sabe cierto?

El hombre, en el momento en que terminó de leerla, se dio cuenta que había actuado de mala manera. Tenía que esperar al final, como bien le habían dicho en un comienzo.

Los miró a ambos y con los ojos bañados en lágrimas provenientes del terror, sólo pudo asentir.

Los rubios niños se miraron mutuamente y se abalanzaron al hombre. Las reglas eran claras al parecer. Asesinar y sólo asesinar. La niña, con su machete, le atravesó el estómago. Por su parte el niño, empujó al hombre que lo sobrepasaba por más de 40 centímetros, y cuando lo tuvo tendido en el suelo, se abalanzó sobre él, para propinarle cortes en la cara, primeramente, y terminar con el acto que más le complacía, el cuchillo atravesó su garganta no una, ni dos, ni tres, si no, veintitrés veces. Contadas por él mismo. Era su número de la suerte.

A ambos se le tiñeron las caras con sangre. Se secaron las manos en la ropa del hombre tendido en el suelo.

La niña le comentó a su hermano luego de quitar su machete del cuerpo sin vida: “No quiero tener este peinado, es muy aburrido. Mañana quiero ser tú” Él, con una sonrisa en la cara que sólo lograría reconfortar a su hermana, le respondió: “¿Te aburres mucho? Intercambiemos ahora. Y podrás, por todo el día de mañana, ser yo, pero por favor, no te aburras cuando estés conmigo”

Se miraron mutuamente y se sonrieron. La supuesta niña, le entregó una especie de peluca a su hermano, debajo de ella tenía el mismo peinado que su gemelo. El niño finalmente se puso la peluca, para así, intercambiar roles definitivamente.

Se tomaron de las manos y comenzaron a caminar por el callejón que el hombre debía cruzar. Los focos, repentinamente, se apagaron, otorgándoles el placer de ser iluminados por la luna llena de aquella noche. Simplemente caminaron, uno al lado del otro, infinitamente, sin rumbo fijo, esperando a que a uno de los dos, la peluca terminara por parecerle no tan entretenida.

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