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Metáfora (tercera parte y final)


Sebastiasd

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Metáfora

 

La isla estaba abandonada cuando él llegó. El día se encontraba nublado y la arena, a un costado de la playa, estaba completamente fría y solitaria. Era sólo él frente a toda la naturaleza que lo rodeaba. Además era un extraño, un desconocido, un invasor. Él no tenía que estar allí, debía marcharse. Pero no quería. El lugar le encantaba, tanto como para morir allí. Morir de sed, de hambre, de frio. No era nadie. Sólo él y sus ganas de permanecer allí. Ganas inútiles. Una balanza le hacía falta para poder entender que era lo que realmente le faltaba. No comprendía. Sólo sentía, sentía ansias, cariño, afecto, amor. Él permaneció allí, en esa isla, parado frente al mar. Esperando a que pasara el tiempo, esperando a que el momento llegara. Esperando a que el sol apareciera.

 

Metáfora (segunda parte)

 

La playa no había encontrado el sol desde que él llegó a la isla. Las ganas de estar allí ya no eran tantas, pues, al parecer había encontrado su balanza. Sin embargo, el afecto, el cariño, el amor, permanecían en él, a flor de piel. Como si fueran intrínsecos, como si no fueran a desaparecer jamás.

Con el tiempo descubrió una montaña alta, empinada, repleta de árboles. Era la montaña con más vegetacón que había visto en su vida, era la montaña más hermosa de la isla. Subirla le era neesario, ya que al parecer, en la cima, se encontraban una variedad de frutos, exquisiteces, diría cualquier otra persona que viviera allí. Exquisiteces que no podía dejar pasar.

Subir era lo que tenía que hacer, pero el día continuaba nublado y tenía que esperar a que el sol apareciera, a que todo su ser fuera uno con la tierra.

 

 

Metáfora (tercera parte y final)

El día nunca encontró el sol ni la noche la calidez de una isla tropical. La tierra, la arena, el mar, todo junto solo hizo que él permaneciera esperando en vano a que llegara lo que el deseaba. Claro está, que equivocado se encontraba. El día, la noche, la arena, no se manejaban por los deseos que el tuviera, más bien, jugaban, para que así, en cualquier momento, pudieran darle la espalda para no voltearse jamás.

Recuerdan aquella montaña, tan frondosa y empinada, como él pensaba a menudo? Subirla era lo que tenía que hacer, pero para qué? Por sus frutos? Si al cabo de un tiempo se dio cuenta que no sólo las encontraba allí, sino, que en todo el lugar. Lo que realmente ansiaba, no era el fruto, sino las ganas de poseerlo. Y por sobre todas las cosas, entregarle un significado a cada uno, en el momento en que se los comiera.

El día permaneció nublado hasta más no poder, puesto que la tierra, como el creyó alguna vez, nunca se unió con él, nunca formaron un sólo ser. ¿Qué mas quedaba, si no era encontrarla en algún otro lugar?

Sus días se vieron acabados cuando llegó a esa conclusión, cuando se dio cuenta que ni siquiera era un verdadero hombre, cuando se dio cuenta que tan sólo era un triste y solitario sueño.

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